El primer debate presidencial se convirtió en un insoportable ring verbal, sobre todo por la oratoria desatada de Trump.
Pocas veces se ha visto en la historia norteamericana un debate presidencial tan áspero, tan desbordado, tan lenguaraz. Tan Donald Trump. Es cierto que Joe Biden cayó en el juego y se pasó buena parte de la ‘conversación’ acusando al presidente y apuntándolo con el dedo. Pero fue Trump el que, desde el inicio, quiso convertir el episodio en una pelea de box sin trofeo.
Chris Wallace, el periodista que oficiaba de moderador, por momentos parecía un profesor de primaria llamándole la atención especialmente al chico malcriado que ahora ocupa la Casa Blanca. El mandatario no cedía, provocaba a su oponente y no dejaba ver algo de luz en medio del túnel peleón en que se convirtió este debate. Aun así, asomaron algunos tópicos.
Es evidente, por ejemplo, que el cambio climático no es, para nada, el fuerte de Trump. Sus respuestas sobre el tema, centradas sobre todo en “administrar los bosques” –digamos que para que se vean bonitos-, fueron francamente biodegradables. Nada sustancial, mientras Biden enfiló sus propuestas hacia la posibilidad de que enfrentarlo incluso genere muchos empleos.
Se puede discutir qué tan posible será eso, en un momento en el cual poca gente hace el link entre el calentamiento global y la pandemia. Aunque Trump se mostró, de manera prístina, como el negacionista climático que es. Mientras que cuando se le preguntó sobre la violencia racial fue más nebuloso que el cielo de Lima. Ninguna condena, ninguna posición. Cero indignación.
En el terreno de la economía, Trump pretendió presentarse como un ganador, como el que había levantado la economía como nunca antes, a partir de cifras que ciertamente lo favorecieron al inicio de su gobierno. Sólo que cuando Biden puso sobre la mesa su presunta evasión fiscal, denunciada por The New York Times, perdió la paciencia de manera prácticamente desaforada.
Ese quizás fue uno de los momentos clave del candidato demócrata. Había invertido mucho tiempo criticando al presidente, con el dedo en ristre, pero entonces dio un golpe de timón al voltear y dirigirse a la cámara, giro que también hizo cuando habló de los militares, o al recordar cómo se ha deteriorado la imagen del país en este período. Dejó la bronca y miró a la gente.
El momento pandémico fue igualmente crucial. No sonaban creíbles las palabras de Trump, y si bien no hay modo de saber cómo hubieran gestionado los demócratas la peste, volvió como una sombra el desprecio del presidente hacia los científicos. No bastaba en tal momento su prédica de triunfador, su llamado de guerra a quienes lo ven como el hombre providencial y corajudo.
Biden no es precisamente un político de gran arrastre, como si lo fue Barack Obama, de quien fue vicepresidente. Sin embargo, parece estar jugando a marcar la diferencia, a hacer ver que su oponente es sencilla y escandalosamente prescindible. Y a dejar claro que está en el centro, de modo que la furia anti-izquierdista de los republicanos sea disuelva como polvo en el viento.
Históricamente, pocos debates han gravitado en la campaña presidencial de EEUU, salvo el que sostuvo Richard Nixon con John Kennedy en 1960, o el de Bill Clinton con George H. Bush en 1992. No sabemos si este lo hará. Lo que sí será inolvidable es el nivel de aspereza supremo, el penoso espectáculo brindado, sobre todo por un mandatario que se mostró tosco y sin modales.
Artículo publicado en La República el 30/08/2020
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya