El 12 de octubre ya no es, felizmente, el ‘Día de la Raza’. Más bien se ha convertido en una gran jornada de controversia casi global, inevitable.
Que hoy se tumbe o pinte monumentos, en vez de sólo hacer marchas de protesta cuando llega el 12 de octubre o si estalla un episodio racista de envergadura, es un signo de que vivimos en tiempos tormentosos. Hay un mayor despertar a la conciencia de lo que significaron las conquistas, la colonización, y eso difícilmente iba a ser procesado de manera serena.
Porque no estamos hablando de partidos de fútbol, sino de períodos de extrema violencia, de sometimiento, de quiebres culturales. La historia está plagada de ese tipo de episodios, de los que siempre hubo testimonios dolorosos y libros escritos. Pero quizás ahora hay más posibilidades de comunicarlos, de debatirlos, de socializarlos. Y de ya no verlos sólo como días memorables.
Leo en un comunicado del partido de ultraderecha VOX de España, que Bartolomé de las Casas -el fraile dominico que defendió a los indígenas- era “un hipercrítico”. Como si denunciar masacres fuera una exageración. Y que la “la labor civilizatoria hispana expandió los horizontes” de los pueblos originarios, como si los españoles no hubieran aprendido nada en estas tierras.
Esa, precisamente esa, es la memoria que pretende esconder la herida y anular el sufrimiento. Los procesos de colonización, sobre todo si vienen desde el poder político y económico, no suelen ser gentiles. Hieren sensibilidades y cuerpos, acaban violentamente con estos incluso. Se clavan en la cultura y pretenden imponer su ley, sus costumbres, su población, su economía.
Tratar de borrar esa aplastante parte de la historia no es sólo injusto, sino nocivo. Porque –a la larga o la corta- se reproducen prácticas culturales que se congelan en el tiempo. No se puede entender la penosa actualidad de un Jair Bolsonaro en Brasil, que desde el poder desprecia a los indígenas y afrobrasileños, sin esa herencia clavada en mentalidades que no mutan.
Tampoco se puede entender a un Donald Trump en el norte del continente, con su incendiario verbo contra los inmigrantes, sin seguir la ruta del aura post-colonial. Que no sólo habla. También reproduce la injusticia casi ad infinitum. No es casual que, en medio de estos desoladores tiempos pandémicos, los afrodescendientes o los indígenas lleven la peor parte.
Siempre estuvieron atrás, para los Estados y para la propia sociedad, no por casualidad, sino porque la impronta colonial dejó huella. Ayer como ahora, existieron ciudadanos que abrieron un ojo en medio de la multitud, religiosos o no. En la vorágine de la Conquista, sobrevivieron formas culturales, que hoy no son gratas, como algunas formas de arte musical y pictórico.
Pero la memoria histórica sigue herida. Toda memoria lo está un poco. Somos seres hechos de varias ráfagas, tradiciones, o hasta de retazos. Nuestra calidez feliz, probablemente sea latina; nuestra profundidad, indígena; nuestra alegría, africana. Nuestra comida de todos los colores. El ‘Día de la Raza’ no te explicaba eso. Te metía como en un tubo para formatearte.
“Cuanto menos sepas sobre algo, menos valor tiene para ti y es, por lo tanto, más fácil de destruir”, escribió hace poco en el diario El País Nemonte Nemquimo, una líder indígena de la etnia Waorani del Ecuador. Eso pasó y aún sigue pasando. Muchos españoles y latinoamericanos lo saben, lo sienten. Otros no, y por eso la injusticia y el dolor aún cunden entre nosotros.
Artículo publicado en La República el 15/10/2020
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya