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2 febrero, 2023

[Artículo Ideele] Gonzalo Gamio: La política en tiempos de tribulación

1.- Nuestra crisis. Polarización y violencia

Vivimos una de las crisis sociales y políticas más profundas de nuestra historia republicana. Nuestro país ha sufrido los embates de una pandemia que ha cobrado miles de vidas humanas, enlutando a las familias peruanas. Asimismo, nuestra sociedad tuvo que afrontar la pérdida de numerosos puestos de trabajo y fuentes de inversión relevantes para el bienestar económico.  La catástrofe sanitaria puso de manifiesto la debilidad de nuestro Estado para atender las necesidades de los ciudadanos más vulnerables y proteger sus derechos básicos. En el último lustro hemos sido testigos de la progresiva desestructuración de la democracia liberal entre nosotros ¡Cinco presidentes en cinco años! La guerra entre el poder ejecutivo y el poder legislativo ha sido cruenta e implacable; medidas como la cuestión de confianza y la vacancia presidencial se han convertido en armas arrojadizas de enorme poder destructivo.

La victoria y acelerada caída del gobierno de Pedro Castillo – un gobierno signado por la incompetencia en la gestión, así como por la comisión de presuntos casos de corrupción en el ejercicio de la presidencia- produjeron una aguda polarización, que los actores políticos han llevado a su paroxismo. Se ha construido un “lenguaje de división” en el Congreso de la República, en los mal llamados “consejos de ministros descentralizados”, en los patios de Palacio de Gobierno, en las redes sociales, en los sets de televisión. Se ha exaltado -tanto desde la extrema derecha como desde la izquierda más radical- la confrontación por razones de “clase”, de etnia, de origen geográfico. En un país en el que impera un casi permanente “invierno intelectual” a causa de un secular descuido por la calidad de la educación, se ha pretendido exacerbar los antagonismos de carácter ideológico. En realidad, se ha impuesto por doquier la distribución de etiquetas y estigmas sin una mínima revisión ni debate: “comunista”, “fascista”, “tibio”, “terruco”.

El patético intento de autogolpe de Estado de Pedro Castillo –que intentó disolver el Congreso y controlar las instituciones de justicia que lo investigaban, sin contar con el apoyo de la fuerza pública- llevó al propio Castillo a prisión, y a Dina Boluarte a Palacio de Gobierno. Su asunción al cargo, así como el grosero triunfalismo de los parlamentarios, suscitó la movilización de un sector de la población.  Los compatriotas que salieron a protestar reivindicaban una serie de demandas. a) adelanto de elecciones; b) renuncia de Dina Boluarte; c) cierre del Congreso. Algunas de aquellos colectivos añaden como parte de sus exigencias d) convocatoria a una asamblea constituyente para redactar una nueva carta magna, e incluso e) liberación de Castillo. Es cierto que algunas de estas demandas son abiertamente contradictorias entre sí, o son inviables. Estas marchas son la expresión de la protesta legítima de un grupo de peruanos, aunque también se han reportado actos vandálicos de diversa naturaleza. Las fuerzas del orden han reprimido cruelmente las movilizaciones y ya hay más de medio centenar de compatriotas que han perdido la vida.

La violencia ha escalado en distintos lugares del país. Algunos grupos de manifestantes no han dudado en bloquear carreteras, incendiar edificios públicos, han pretendido tomar aeropuertos y atacar ambulancias, sus actos, incluso han impedido que personas con problemas graves de salud, que estaban de camino al hospital, puedan acceder al tratamiento médico que necesitaban. Por su parte, los policías no han dudado en abrir fuego contra la población movilizada. Ya van casi sesenta fallecidos en el contexto de las protestas, una situación inaceptable en la perspectiva de la democracia y la cultura de los derechos humanos. Las investigaciones sobre aquellas muertes no están desarrollándose con la dedicación y la celeridad que se requiere.

Los recientes sucesos de Andahuaylas, Juliaca, Ayacucho y Lima llenan de dolor al Perú. Situaciones como el ingreso de la fuerza policial a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, con los manifestantes tumbados en el suelo, nos recuerdan los amargos años del conflicto armado interno

2.- El diálogo inexistente. La política en medio de la crisis

Puede constatarse que ni el gobierno ni los protestantes quieren dialogar. Nadie quiere ceder un ápice sus condiciones y exigencias. De hecho, esta polarización de posiciones lleva a los actores a considerar que el diálogo mismo constituye un signo de debilidad o una inadmisible concesión al punto de vista del rival. No existe ninguna disposición a escuchar al otro. En estos tiempos de confrontación, el otro es considerado un enemigo, no un interlocutor o un conciudadano. Esta clase de actitudes revelan nuestra creciente incapacidad de pensarnos como parte de un proyecto de comunidad política.

El sector conservador insiste en que los manifestantes que se movilizan en diversas regiones del país pertenecen a hordas de vándalos azuzados por líderes de grupos subversivos que reciben financiación proveniente del narcotráfico y otras formas de economía ilegal.  Es altamente probable que podamos encontrar en las marchas claros indicios de infiltración de Movadef y de otras organizaciones extremistas o que exista dinero de mafias tras la organización de algunos actos de vandalismo. No obstante, resulta claro que la mayoría de los peruanos que protestan lo hacen pacíficamente. Ellos señalan acertadamente que el llamado “Perú oficial” –capitalino, urbano, criollo, hispanohablante-  no los ha incluido jamás en la toma de decisiones en materia del desarrollo de la acción política y el bienestar económico. Una genuina democracia liberal convoca a todos los ciudadanos en la dinámica de la esfera de opinión pública y en el mercado.

Cualquier solución a esta crisis implica encontrar un espacio para el diálogo y la negociación de las partes. Necesitamos que las autoridades del gobierno y los representantes de los manifestantes puedan sentarse a discutir las condiciones para el cese definitivo de la violencia. Ninguna de las partes, lamentablemente, está comprometida con propiciar una conversación seria para arribar a acuerdos. La muerte de tantos peruanos en las manifestaciones ha generado una justa indignación que debilita cada vez más la esperanza de lograr consensos y recuperar la paz. La situación se agrava si tomamos en cuenta que el Congreso de la República no consigue aprobar de manera firme el adelanto de elecciones generales para este año. Dicho adelanto podría contribuir a la supresión de la violencia. Resulta evidente que la mayoría de los parlamentarios –independientemente de su filiación ideológica- no quieren dejar sus puestos. Una vez más anteponen sus intereses particulares sobre el bienestar del país.

Tanto el gobierno como los protestantes están apelando fundamentalmente al uso de la fuerza. Ello aleja a ambas partes del cuidado de la racionalidad de la democracia, que recurre invariablemente a la mediación de la deliberación pública, la ley y las instituciones. La democracia como un modo de vivir es, como sostiene Benjamin Barber, la construcción de “una voluntad común bajo la guía de la ley”[1]. Una “voluntad común” no es una voluntad unitaria, homogénea, indivisa o unánime –como se pretende erróneamente al evocar la noción populista de “pueblo”[2]-; es resultado de un proceso deliberativo practicado por los ciudadanos , en estricta observancia de las leyes. La condición de lo común es la pluralidad. Que la “masa” imponga sus condiciones en virtud de la fuerza del número corresponde a lo que Polibio describía como “oclocracia”, un fenómeno esencialmente anti-político, fruto de la corrupción de la democracia como tal. Que el gobierno apele a la represión policial como instrumento fundamental para preservar el orden revela que está desestimando alcanzar soluciones a la crisis desde un estricto marco democrático. Se trata de una tentación que hay que combatir, porque podría conducir al autoritarismo.

Los recientes sucesos de Andahuaylas, Juliaca, Ayacucho y Lima llenan de dolor al Perú. Situaciones como el ingreso de la fuerza policial a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, con los manifestantes tumbados en el suelo, nos recuerdan los amargos años del conflicto armado interno. Los enfrentamientos en las calles, el vandalismo y la represión de las fuerzas del orden, así como la penosa servidumbre ideológica que exhiben la mayoría de políticos en el parlamento, transmiten la inquietante sensación de que pareciera que jamás hubiésemos vivido el proceso de transición democrática luego de la caída de la dictadura fujimorista, o que no hayamos pasado por el examen de la memoria histórica llevado a cabo por la CVR. De hecho, estoy convencido de que la aguda crisis que vivimos hubiese podido avizorarse con mayor lucidez y capacidad de prevención si nuestra sociedad hubiese discutido con mayor atención las conclusiones, las recomendaciones y las reformas institucionales formuladas en el Informe Final. Hoy, a veinte años de la publicación del Informe, es una reflexión que debemos poner nuevamente en debate.

Nuestra crisis nos revela un mal aún más profundo. Este consiste en una severa incapacidad para la empatía. Cada una de las personas que ha asumido una actitud militante en este conflicto –los supuestos “patriotas” y los presuntos “insurrectos”- experimenta serias limitaciones no solo para escuchar el punto de vista del agente que piensa distinto, sino que tiene dificultades para acercarse a su dolor, para lamentar realmente sus pérdidas, para reconocer su indignación frente a un maltrato injusto. Lo que esta actitud pone de manifiesto son los enormes obstáculos –sociales, intelectuales y morales- para pensar y percibir a aquellas personas como conciudadanos, titulares de derechos universales no negociables y miembros de nuestra comunidad política. Esta postura es claramente antidemocrática. La podemos encontrar en nuestro Congreso, cuyos integrantes –a la sazón exponentes de ambos extremos ideológicos- se niegan tozudamente a aprobar un adelanto de elecciones que podría mejorar sustancialmente las cosas; esta nefasta disposición también está presente en los propios actores sociales, tanto en aquellos que invocan la aplicación implacable de “mano dura” contra los manifestantes, como en aquellos que apuestan por “agudizar las contradicciones” usando la violencia con el fin de provocar un “cambio radical”.

Necesitamos promover el diálogo. No veo otra salida. Probablemente requiramos de mediadores, de modo que alguien que cuente con la aprobación de las partes pueda garantizar que las reglas de la comunicación puedan cumplirse, que los interlocutores se escuchen unos a otros, etc. Se ha propuesto al Consejo Interreligioso y a la Conferencia Episcopal para desempeñar esa labor de mediación. Es preciso sustituir la violencia por la comunicación como “método” para la resolución de nuestros conflictos sociales y políticos.  Debemos abandonar la tentación de la violencia, la retorcida ilusión de doblegar al otro recurriendo a la fuerza (la fuerza del número o la fuerza pública) y recuperar las prácticas democráticas como la deliberación y la búsqueda de acuerdos mínimos que permitan asegurar la convivencia social. Necesitamos rescatar las prácticas que solíamos valorar cuando cayó la dictadura y recobramos la institucionalidad democrática. Estos son tiempos difíciles, llenos de retos y pruebas. Cada vez queda más claro que nos estamos jugando nuestro futuro como sociedad.


[1] Barber, Benjamin “La cultura de McWorld” en: Rubio-Carracedo, José y José María Rosales (eds.) Suplemento I (1996) «La democracia de los ciudadanos» de Contrastes p. 32.

[2] Véase Gamio, Gonzalo “¿Quién es el pueblo?” en: https://polemos.pe/quien-es-el-pueblo-apuntes-filosoficos-sobre-los-rostros-del-populismo/.

Sobre el autor:

Gonzalo Gamio Gehri

Filósofo. Profesor en la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM) y en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) Autor del libro Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre derechos humanos y justicia transicional, y recientemente de El experimento democrático, reflexiones sobre teoría política y ética cívica.

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