Mientras escribimos este artículo, escuchamos el “Réquiem Armenio” del compositor norteamericano Ian Krouse (n.1956), obra musical que conmemora el primer siglo del genocidio que sufrió el pueblo armenio por parte de Turquía durante la primera guerra mundial. Por un instante, las distancias entre el terrible evento ocurrido en otro contexto se diluyen y adquieren una trágica presencia para un melómano peruano. ¿A qué se debe esto? Es la potencia espiritual de la música.
Varias composiciones musicales nos han permitió acceder a realidades sobre las cuáles sólo teníamos un conocimiento histórico pero que no entendíamos o asumíamos en su real magnitud. Por ejemplo, la Sinfonía n.° 13 de Dimitri Shostakovich (1906-1975), conocida como “Babi Yar”, que incorporó varios textos del escritor ruso Yevgeny Yevtushenko, es capaz de trasladarnos a los campos de exterminio que el Nacional Socialismo alemán construyó en Ucrania para masacrar a los judíos locales durante la segunda guerra mundial, con el apoyo de ciertos colaboracionistas locales. En medio de los movimientos, unos versos conmovedores del poema de Yevtushenko, “Yo estuve en Babi Yar”, es musicalizado por el gran Shostakovich: “Solamente podemos abrazarnos /en este cuarto a oscuras. /Quiero besarte una vez más, acércate. /Ya vienen”. ¿Quiénes vienen? Pues los captores de la infeliz pareja que sabe que será su último adiós.
Otra obra que nos traslada a contextos de una hondura sobrecogedora es la Tercera Sinfonía de Henryk Górecki (1933-2010), conocida como “Las lamentaciones”. El músico polaco se inspiró, entre otras motivaciones, luego de una visita que hiciera a las cárceles de la Gestapo en su país. Mientras caminaba por las celdas, Górecki leyó en una pared un texto que una prisionera de dieciocho años, Helena Wanda Blazusiakówna, dejó para la eternidad: “Mamá, no llores, no. /Inmaculada Reina de los Cielos, /apóyame siempre. /Ave María, llena eres de gracia”. Es evidente que la joven falleció. Pero con solo leer el texto y escuchar esta obra sentimos el clamor salvífico que un ser humano es capaz de elevar en sus horas más oscuras.
El importante compositor Krzysztof Penderecki (1933-2020), tras una muestra fotográfica sobre Hiroshima, que incluía grabaciones testimoniales de los sobrevivientes de la masacre nuclear, se puso a trabajar en lo que fue su obra más reconocida: “Treno a las víctimas de Hiroshima” (1961). Dicha obra sobre para 52 instrumentos de cuerdas frotadas, nos remite a la sensación de los infinitos chillidos que deben haber proferido los habitantes de la ciudad devastada por la locura atómica. Alguna vez Penderecki dijo sobre esta composición: “Dejé en el treno expresada mi firme creencia que el sacrificio de Hiroshima nunca será olvidado y abandonado”. Y créannos. Tras escuchar esta composición se puede sentir y revivir de algún modo el arrasamiento integral que deben haber sufrido los habitantes de Hiroshima.
Mientras seguimos escuchando el “Réquiem Armenio” de Krouse, nos cuesta imaginarnos visualmente el terror real de las víctimas de este genocidio, como podrían ocurrir en cualquier otra situación en donde la maldad nos condena al grado cero de la condición humana. Sin embargo, en esta obra y otras, logramos reconocer la magnitud del drama humano más allá de los contextos y de otras consideraciones. Traspasamos límites y abrazamos el dolor común de nuestros congéneres. El arte y especialmente la música ha servido de puente místico, en la dimensión profunda del misterio, la del amor por el prójimo.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM