¿Cómo me muevo en este mundo? ¿Quién decide qué ruta debo tomar? La pregunta por el movimiento es uno de los cuestionamientos más básicos sobre nuestras intenciones y acciones en la vida cotidiana; sin embargo, no necesariamente somos conscientes de ello. Resulta un proceso casi inequívoco la búsqueda de saber lo que se espera de uno a determinada edad. ¿Logramos saberlo a ciencia cierta? ¿Podemos anticiparnos a las consecuencias de nuestros movimientos?, o ¿hacemos lo mejor que podemos?
Conforme nos vamos acercando a la vida adulta se nos repite que tendremos que asumir responsabilidades, y con esto en mente, lo primero que resulta evidente es que habrá una exigencia de adaptación. Que tendremos que ir llenándonos de herramientas para hacer frente a ello y pagar nuestro derecho de piso. ¡Debemos pagar por el piso sobre el que nos sostenemos! Podría decirse que para “no caernos” tenemos que pagar o renunciar a algo.
Se piensa que en ese camino a la adultez el arte es lo primero que se pierde, pero si nos percatamos que el arte es algo inevitable, irónicamente, este surge por nuestra misma capacidad para adaptarnos. La vivencia y la convivencia, por tanto, requieren del arte. Requieren que elaboremos y relaboremos los recursos que tenemos a disposición –internos y externos– de modo tal que podamos dar forma a nuestras existencias individuales. Pero no aisladas.
La segunda ironía es la de tener que armarnos de herramientas, lo cual puede ser atemorizante y abrumador. ¿Qué pasa si no puedo cargar con todas? ¿Qué pasa si me equivoco? No encuentro las correctas, porque nadie me enseñó. Me enseñé yo a solas. Aprendí a levantarme sin piso, y aprendí que siempre debía pagar por ese piso, dejar algo mío, para recobrar mis derechos: pagar por mis derechos, pagar por mi piso. Pagar por el lugar que yo encuentro para hallar mi equilibrio, lo seguro.
El arte nos ofrece una posibilidad distinta. Nos dice que encontrar formas de respuesta en el mundo no equivale a un desgarramiento en soledad: nos recuerda más bien, que la adaptación corresponde a un ejercicio de apertura, y por ende, de comunicación con los otros. Nos permite entender que habitar el temor a no tener piso puede ser un gran momento para probar: opciones, alcances, otras alternativas.
Crear o inventarse, de donde al parecer no había. Y luego: compartirlo. Encontrar la dicha en ese compartir, porque existen otros –varios otros– que también pueden sentirse como tú, y en esa dinámica genuina del encuentro mutuo, el enriquecimiento no tiene límites. Además, gracias al arte podemos aprender a no juzgarnos y comprender que vivimos en un espacio de vulnerabilidad.
¡Cuánta falta podría hacernos esa mirada! Construir y reconstruir dinámicas libres de prejuicios. Admitir que la vulnerabilidad de otro puede ser un reflejo de la propia, y de esta manera hallar nuevas formas de expresarnos. Conectarnos. Abrazar nuestros errores, y el poder transformarlos.
Artículo publicado en el diario El Peruano el 23/05/2019
Sobre el autor:
Gabriela Gutiérrez
Docente de la Escuela de Psicología de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya