La escisión entre ética y política tiene consecuencias lamentables: resquebraja la ciudadanía y debilita la institucionalidad democrática que soporta nuestra vida cotidiana. El Perú es un país en construcción. Pero nuestros políticos banales no tienen voluntad de trabajar apasionadamente por el Perú, aun cuando el mayor trabajo es construir el país por nosotros mismos. El trabajo apasionado es lucha, constante, continua, contra la banalidad que nos acecha permanentemente. Solo quien conoce y reconoce el verdadero valor del trabajo sabe ponderarlo en su debida medida como motor de desarrollo social. Nuestros políticos banales tienen una grave carencia: no tienen pasión para trabajar por el Perú. En cambio, esa pasión impulsa el trabajo constructivo y abnegado que realizan los políticos genuinos por nuestro país, para contribuir a su crecimiento, consolidación y desarrollo.
La ciudadanía es una institución sumamente importante para la consistencia y consolidación de la democracia moderna. Allí donde la ciudadanía se concreta como un movimiento activo y actual siempre atento al desempeño de la clase política delegada en el poder, siempre temporal y limitado a un periodo determinado de ejercicio efectivo, las inquietudes de la sociedad pueden ser mejor canalizadas porque estas inquietudes fluyen en el discurso púbico que logra correr desde la base constituyente siempre activa de la sociedad hasta las instituciones que efectivamente dan forma histórica al Estado moderno.
La ciudadanía opera una función evaluadora y correctiva del desempeño de los funcionarios y servidores públicos, alertándoles que se salen de los márgenes legítimos de la ley cuando ceden y claudican frente al mecanicismo y la automatización que fomenta la política banal y perversa. Lo banal es lo vulgar, lo intrascendente, lo carente de sustancia y fundamento. Siguiendo a Hannah Arendt, Cristina Sánchez piensa que estamos ante un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma a los Estados en frías y simples redecillas de la maquinaria administrativa. El mal se disemina, así, cuando renunciamos a discernir entre el bien y el mal y, más todavía, cuando renunciamos a juzgar por qué es preferible el bien: si no rechazamos el mal, entonces nuestra tolerancia permite que el mal cunda y prolifere.
La ciencia política desarrollada en los últimos quinientos años enseña que los Estados de tendencia democrática, nacidos de la oposición y el rechazo a la teocracia tradicional, son el resultado del actuar político organizado de los ciudadanos para rechazar el mal. Nunca antes en la historia de la humanidad el poder llegó a tal punto de secularización como en la Revolución Francesa. Sus consecuencias fueron profundas. La labor realizada por los movimientos independentistas hace doscientos años deja sentir su influencia todavía viva en el presente.
Artículo completo publicado en Ideele Revista n.° 275
Sobre el autor:
Soledad Escalante Beltrán
Directora de la Oficina de Formación Humanista y docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya