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22 marzo, 2019

[Artículo] Mentalidades y conflicto político, apuntes en torno a un debate reciente sobre conservado

  1.- Cuestiones sobre el país.

Cada vez que vuelvo a las primeras páginas de Conversación en La Catedral – una novela crucial para pensar el país – me provoca un cierto desconcierto la decisiva pregunta de Zavalita: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” [1]. Se formula la pregunta en medio del caos de la Avenida Tacna en los años cincuenta. Se trata de una cuestión temporal (“¿Cuándo?”), que invita a revisar la historia de la sociedad para identificar algún evento, alguna etapa, alguna situación crítica en la que todo empezó a descomponerse. Resulta muy interesante que Santiago Zavala se plantee una analogía entre el serio predicamento del Perú y la crisis que afronta su propia vida y la de algunos de sus amigos más cercanos.

“Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos”[2].

Es interesante que la pregunta aluda a algún momento crítico de nuestra historia (o un momento crítico de la existencia de los personajes), desde el cual la crisis se proyecta hacia adelante. Me pregunto por qué Zavalita no formuló otras preguntas que hubiesen podido orientar y esclarecer esa primera cuestión. ¿Qué jodió al Perú? ¿Cómo se jodió el Perú?, y, en definitiva, ¿Por Qué se jodió el Perú? Por supuesto, todas estas interrogantes son preguntas históricas –toda inquietud humana es histórica de un modo crucial–, se trata de cuestiones de orden conceptual que indagan por el sentido de nuestros procesos sociales y políticos. Estas preguntas presuponen que el Perú –como proyecto comunitario– está en crisis.

La pregunta “¿En qué momento se había jodido el Perú?” está presente en numerosos diagnósticos sobre la situación del país. Uno de los tantos méritos de Conversación en La Catedral es haber señalado una de las cuestiones fundamentales que nos invitan a examinar con rigor el curso de la historia de una sociedad desigual y precaria, en camino a cumplir dos siglos de vida independiente. Algunos estudiosos se remiten a los propios inicios de la República, un modelo político que no apostó por una idea fuerte de ciudadanía, en la medida en que coexistió con el tributo indígena y no abolió por completo la esclavitud, por citar solo dos elementos que socavan cualquier bosquejo político genuinamente republicano, en cuanto son expresiones concretas de violencia y de exclusión social. Algunos políticos y columnistas de opinión han pretendido situar ese momento funesto en la época de la Guerra del Pacífico o incluso en un fenómeno tan reciente como el régimen de Velasco. La pregunta de Santiago Zavala ha sido tomada muy en serio por importantes interpretaciones de la historia contemporánea, pero también ha sido invocada sin rigor por supuestos “líderes de opinión”, cuya pluma a menudo ha respondido a intereses de facción antes que al propósito de construir una comprensión amplia del Perú en el horizonte de la política democrática.

2.- La teoría conspirativa como género literario

Conversación en La Catedral constituye un hito en la reflexión literaria en torno al temible desarrollo de la corrupción y el autoritarismo en nuestra sociedad. Diversos motivos planteados en la novela han sido recogidos en muchos ensayos de ciencias sociales. Es una lástima que la discusión social y política esté enfrentando en la actualidad un severo invierno intelectual, que afecta tanto el ejercicio del periodismo como la actividad política al interior de los partidos; han florecido toda clase de ensayos de opinión que no recurren a la evidencia y al argumento como instrumentos de análisis. Encontramos con frecuencia bosquejos de teorías conspirativas construidos por la prensa conservadora, en los que se denuncia una suerte de “complot marxista” para controlar al gobierno peruano a través del trabajo de sus presuntos asesores, o el seguimiento de un oscuro plan para capturar el poder desde el campo de la cultura. La primera hipótesis conspirativa constituye un ya viejo alegato fujimorista, la segunda es una recurrente teoría difundida por conocidos ideólogos conservadores; en nuestro medio Francisco Tudela ha sido el más entusiasta promotor de esta peculiar lectura de las ‘batallas culturales’ de nuestro tiempo.

Ciertos medios de comunicación le prestan especial atención a estas interpretaciones extrañas que expresan un mal manejo de la ficción (en contraste con el poderoso trabajo literario de la novela que hemos citado). Esta supuesta estrategia marxista para sustituir la revolución armada o la lucha política por la dominación cultural habría sido ideada por Gramsci; en otras versiones conspirativas, esta decisión habría sido fruto de un acuerdo de la Internacional Socialista. El énfasis de ciertos grupos progresistas en la participación directa del ciudadano y su compromiso con la reivindicación de las identidades culturales y la justicia de género obedecería a esta “agenda secreta”. Curiosamente, tanto en la filosofía de Marx como en el marxismo la política y la cultura son mera “superestructura”, emanación ideológica de la “estructura”, constituida por las relaciones económicas y los conflictos en torno a la posesión de los modos de producción. Esta nueva estrategia se presenta como expresión de una mutación ideológica que habría devenido en el “neomarxismo”.

A esta idea del “viraje a lo cultural” se le asocia la hipótesis de que “la izquierda viene gobernando el país” desde la dictadura de Velasco por lo menos, interrumpiéndose ese silencioso trabajo durante los diez años del régimen autoritario de Fujimori y quizás bajo el quinquenio del segundo Alan García. Los gobiernos de Paniagua, Toledo y Humala habrían “perseguido” a sus enemigos políticos – léase los fujimoristas – y se habrían rodeado de asesores “marxistas” convocados desde sus organizaciones no gubernamentales y otras instituciones de la sociedad civil, incluyendo algunas universidades peruanas de perfil “progresista”. Bajo esas cuestionables premisas, la mesa está servida para la elaboración de otra teoría conspirativa.

Así, Víctor Andrés Ponce sugiere que el presidente Vizcarra cuenta con un entorno de consejeros marxistas, e incluso desliza la idea de que la Comisión para la reforma política que integran Fernando Tuesta, Martín Tanaka y otros expertos “es un buque más que envía la izquierda en su afán de controlar instituciones y modificar la constitucionalidad y legalidad del país”[3]. Se trata de una afirmación categórica y poco responsable que no cuenta con ninguna justificación basada en evidencias o en argumentos. Cualquier académico que conozca la obra y la relevante trayectoria intelectual de Tuesta y de Tanaka en los últimos veinte años difícilmente podría enmarcarse en un trasfondo filosófico marxista o remitirse a un programa político comunista (o “neocomunista”). Esta acusación es arbitraria y gratuita. De hecho, ella adolece de lo que cuestiona en el bando contrario: incurre en un evidente juego ideológico carente de sustancia.

3.- Cultura política liberal y conflicto de mentalidades

Las suspicacias y la abierta hostilidad de la prensa y los actores políticos conservadores frente al enfoque de género y el diálogo intercultural generan desconcierto en quien esté comprometido con una perspectiva democrática y liberal. Las personas tenemos una identidad, que se constituye en parte desde nuestra remisión a horizontes culturales, al género y a la sexualidad, tanto como a la vocación o a la ciudadanía. El ejercicio de nuestros derechos y libertades implica que pongamos en juego nuestra capacidad de agencia, condición que implica el cuidado de nuestros canales de contacto con el mundo, incluidos la cultura y el cuerpo. Cultivar la ciudadanía supone el respeto de todas las facetas de nuestra identidad, en la medida en que éstas sean compatibles con el sistema de derechos fundamentales. Los habitantes de comunidades altoandinas y amazónicas tienen derecho a cuestionar la labor de empresas extractivas si existen razones para considerar que se pone en riesgo la salud de las personas o si se lesiona el equilibrio en el ecosistema, el hogar de la propia comunidad.

De un modo semejante, uno de los elementos centrales de la democracia como forma de vida pública es el principio de igualdad de trato a todos los ciudadanos. Ello supone el rechazo de la discriminación y la exclusión social por razones de cultura, género, condición social, etc., de modo que todos los ciudadanos tengan acceso a las formas de reconocimiento y acción al interior de la esfera pública y el mercado. Uno de los grandes problemas que afecta a nuestra sociedad es la violencia por motivos de género; la discriminación contra las mujeres y los numerosos casos de feminicidio ponen de manifiesto una manera de pensar la diferencia sexual y de relacionarse con lo femenino que es causa de injusticia contra las mujeres. Se necesita con urgencia reformar los programas educativos con el fin de promover desde la escuela la igualdad entre varones y mujeres, así como la lucha contra la discriminación respecto de las mujeres y la comunidad LGTBIQ.  Esta es una preocupación estrictamente liberal, fundada en el enfoque de derechos fundamentales y libertades del individuo. Que esto no se comprenda –o que florezcan las alusiones gaseosas al neomarxismo– es resultado de la notoria estrechez teórica de nuestro debate político local.

Esta tendencia conservadora a estigmatizar las perspectivas progresistas en la sociedad peruana contamina severamente nuestra considerablemente débil esfera pública. Esta disposición se nutre de la descalificación personal: la acusación de “caviar”, se transforma a su vez en la sindicación de “comunista” e incluso de “terrorista”.  La caricaturización del otro reemplaza a la crítica y a la refutación racional. Nuestros políticos y periodistas conservadores se han visto recientemente en problemas una vez que se hubo formado en el Congreso una “bancada liberal”, colectivo que ha diseñado parte de su agenda alrededor de la vindicación de la diversidad y los derechos humanos en nuestro país. Se han visto en problemas, porque por mucho tiempo han estado comprometidos con la identificación –filosóficamente cuestionable– del “liberalismo” con el “capitalismo” como doctrina económica y como práctica social.

Es preciso despejar aquí algunas confusiones de orden teórico. El liberalismo es una concepción filosófica de la práctica centrada en las libertades y los derechos de las personas. Los individuos son concebidos como agentes capaces de examinar críticamente los principios que guían sus decisiones y las reglas que vertebran la sociedad y sus instituciones. John Locke, John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville – entre muchos otros artífices de este sistema de pensamiento– pensaron la cultura liberal en términos del cuidado de la libertad en la esfera económica, en el Estado y en las organizaciones de la sociedad civil. El liberalismo construyó la idea de una cultura de derechos humanos, así como una visión de la acción política fundada en el autogobierno. La defensa del libre mercado en el espacio de la producción, el consumo y el intercambio constituye un elemento básico de la perspectiva liberal, tan importante como el énfasis en los derechos y la participación en la esfera pública.

Nuestros conservadores sugieren que “el capitalismo genera democracia”, pero esa es una aseveración filosóficamente cuestionable y empíricamente falsa. En el pasado y en el presente nos hemos topado con dictaduras implacables que han combinado la represión política, las lesiones de derechos humanos y una economía de tipo capitalista. Regímenes autocráticos en Asia, por no mencionar a antiguas dictaduras latinoamericanas, entre las que se cuentan las de Pinochet, Videla y Fujimori. Los conservadores tienden a identificar el liberalismo con la escueta observancia del libre mercado, aún al precio de sacrificar en el camino derechos humanos y libertades políticas. Por eso su lectura del liberalismo se nutre exclusivamente de la escuela austriaca –Hayek, Von Misses y otros–, así como la escuela de Chicago, en la que destacarían Milton Friedman y sus epígonos. La tesis central de este radicalismo capitalista – a veces denominado “neoliberalismo” es que todo bien social puede ser entendido como una mercancía, de modo que cualquier distribución realizada en el mercado no admite cuestionamientos en clave de justicia. La competencia de agentes privados (sujetos de interés) para este punto de vista constituye el modo de actuación por excelencia en una sociedad moderna. El cálculo costos y beneficios se ha convertido en la única forma de racionalidad vigente. Esta visión de las cosas invisibiliza otras formas de acción en diversos espacios sociales relevantes para el ejercicio de las libertades, como el Estado, los partidos políticos o la sociedad civil. Esta suerte de hemiplejia intelectual es evidentemente antiliberal, pues un liberal consistente no disocia las libertades económicas de las libertades políticas cultivadas en una sociedad democrática. No sorprende que nuestros conservadores procapitalistas suspiren por Bolsonaro y propongan políticas represivas de ultraderecha, pero bajo la condición de preservar sin más el mercado libre.

La alianza entre el capitalismo y las políticas autoritarias no es en absoluto un proyecto   liberal.  Todo lo contrario. La adhesión del conservadurismo criollo hacia el fujimorismo, así como sus simpatías por la aventura extremista de un Bolsonaro ponen de manifiesto la pervivencia de un ethos antiliberal que le impide valorar la democracia y sus bienes más propios. Lo mismo ocurre –por supuesto– con la izquierda más ortodoxa con su absurda y lamentable defensa del chavismo en Venezuela. En este punto el antiliberalismo y la obsesión por “la autoridad y la ‘mano dura’” unen a la extrema izquierda y a la extrema derecha. Ambas facciones ideológicas están hoy considerablemente debilitadas. La extrema izquierda no ha logrado configurar un discurso que aglutine a sus grupos internos y consolide liderazgos; por su parte, la debacle del fujimorismo e incluso los más recientes cambios en el Arzobispado de Lima han socavado notablemente la fuerza que ha tenido en los últimos años la extrema derecha en el Perú.

Esta situación revela lo que a menudo es descrito como un “conflicto de mentalidades”. Richard Bernstein ha sostenido que una mentalidad es “una orientación general –una concepción o una forma de pensar– que condiciona la manera en la que encaramos, comprendemos y actuamos en el mundo”[4]. Las mentalidades están situadas, por así decirlo, en el terreno intermedio entre el pensamiento crítico y las prácticas sociales. Estos extremos se nutren de ellas, y ellos a su vez las alimentan y sostienen. Para entender rigurosamente una mentalidad, debemos examinar tanto su contenido intelectual y emocional como sus contextos vitales (es decir histórico-culturales).

No resulta complicado reconocer en la sociedad peruana dos mentalidades en pugna.  Ya en un artículo anterior –Estigmas y prejuicios[5]– formulé la tesis de que la dicotomía derecha / izquierda era insuficiente para entender el debate político en nuestro país. Las coordenadas que representan conceptos como “conservador” y “progresista” pueden ser útiles para comprender las actitudes e intuiciones de los actores políticos y mediáticos sobre la diversidad, el poder, la justicia y las libertades cívicas. Una mentalidad conservadora apuesta por sacar de la agenda pública el tema de la justicia intercultural y de género, en tanto aboga por el tutelaje de instituciones como la Fuerza Armada, así como la Iglesia Católica (o evangélica) o algún partido político particular como guía de los destinos de la nación. Estará dispuesta a ceder libertades cívicas a cambio de mercados abiertos y de “orden”. Una mentalidad progresista centrará su programa de acción, en contraste, en el desarrollo de las libertades individuales, cuyo cuidado requiere tanto de un mercado libre como de instituciones políticas y espacios de sociedad civil abiertos a la acción y a la crítica del ciudadano, en un marco público de debate y de respeto por la diversidad.

Tenemos en el Perú –¿Cómo ignorarlo?– una derecha y una izquierda sumamente conservadoras, en tanto plantean una concepción autoritaria del ejercicio del poder político (la nostalgia por la “mano dura” de regímenes de facto en el pasado o la postulación de la “dictadura del proletariado” como “fase decisiva del proceso revolucionario”), la presunta posesión de un “saber privilegiado” (en un caso, la apelación a la “pureza” esencial  de las tradiciones de la nación; en otro, la creencia en una “ciencia” que observa escrupulosamente las leyes de la historia), así como una actitud condescendiente con la violencia en sus múltiples formas (una violencia represiva para garantizar el “orden y la autoridad”, el imperio de la ortodoxia en las políticas del Estado, o la afirmación de la Revolución), e incluso el reduccionismo económico en el análisis de los conflictos sociales[6].  Esas facciones extremas tienen aire de familia.

Pero también existe –quizás de un modo incipiente– una derecha y una izquierda progresistas, creyentes en la democracia y en el pluralismo (“liberales” en más de un sentido específico), conscientes en el valor intrínseco del libre mercado y de espacios públicos para la deliberación común. Esas fuerzas progresistas de derecha y de izquierda todavía no se han organizado políticamente: están presente en la persona concreta de ciertos individuos que actúan en algunos medios, en el ámbito académico y en otros espacios sociales. Algunas cuantas personalidades de la política han asumido ideas progresistas en el ruedo parlamentario y en otros foros de acción partidaria. Una sociedad decente necesita de una derecha y de una izquierda autorreflexivas y dialogantes, comprometidas con los principios fundamentales del Estado de derecho constitucional.

Cada una de estas perspectivas se plantea preguntas ante el país y sobre el país. Cada una de ellas responde de diversa manera a la cuestión formulada por Santiago Zavala en la novela de Mario Vargas Llosa. Estas cuestiones e ideas deben ser discutidas en la esfera de opinión pública, de modo que el ciudadano pueda intervenir y también formarse un juicio sobre ellas y aportar sus propias propuestas y alegatos al debate comunitario. Estos argumentos y refutaciones podrían construir una narrativa mayor sobre el Perú, pero estos posibles relatos distan mucho de la elaboración de una mera teoría conspirativa (como aquel disparate del “secreto plan neomarxista”), que prescinde del razonamiento, que estigmatiza y caricaturiza al adversario.  Esas prácticas –tan propias del más rancio conservadurismo de uno y otro bando– han de ser erradicadas por el bien de nuestra esfera pública.

 

Artículo publicado en la revista Ideele N° 284

 


  • [1] Vargas Llosa, Mario Conversación en La Catedral Lima, Debolsillo 2015 p. 15.
  • [3] https://elmontonero.pe/columna-del-director/salvo-el-poder-todo-es-ilusion.
  • [4] Bernstein, Richard El abuso del mal. La corrupción de la política y la religión desde el 11 / 9 Buenos Aires. Katz 2006 p. 39.
  • [5] https://www.revistaideele.com/ideele/content/estigmas-y-prejuicios-reflexiones-sobre-la-pol%C3%ADtica-peruana-hoy
  • [6] Resulta curioso que para el sector conservador el tradicionalismo político puede generar conflictos – tanto filosóficos como prácticos con ese economicismo.

Sobre el autor:

Gonzalo Gamio Gehri 

Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.

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