Es el momento de apostar por un modelo que privilegie el bienestar y el desarrollo, poniendo en el centro de todo a las personas y su dignidad.
La COVID-19 ha exhibido sin misericordia las enormes desigualdades y carencias de la sociedad peruana. Perú es el primer país a nivel mundial con mayor exceso de muertes registradas durante la emergencia sanitaria (54 %). Con apenas 100 camas UCI disponibles en los amaneceres de la pandemia, nuestro sistema de salud era el peor preparado de América del Sur. Actualmente somos, después de Brasil el país más golpeado de la región, pero ¿cómo pasó esto? Si el Perú tuvo 20 años de crecimiento económico ininterrumpido, uno de los niveles de inflación más bajos de América Latina, todos los grados de inversión, reservas internacionales que eran la envidia de nuestros vecinos. Una hipótesis es que el modelo implantado hace 27 años privilegió el crecimiento económico, dejando de lado el desarrollo de los seres humanos y del país. En otras palabras, la medición de la pobreza priorizó calcular el ingreso y la capacidad de consumo minimizando algunos determinantes sociales claves para el bienestar de las personas ¿Qué significa esto en la práctica? Veamos algunos ejemplos.
Probablemente Madre de Dios sea el caso más emblemático. De acuerdo con el Mapa de Pobreza Monetaria del INEI publicado en febrero del 2020, Madre de Dios es la segunda región menos pobre del Perú. Es decir que para el concepto de pobreza monetaria la citada región es un referente de éxito ¿Es realmente así? En Madre de Dios el 57 % de la niñez y el 25 % de las mujeres en edad reproductiva padecen anemia. Por otra parte, al ser el epicentro de la minería ilegal, lidera el ranking nacional de trata de personas (Ministerio Público, 2018). A su vez es considerada como la región más deforestada del continente (RAISG, 2019). Claramente el barniz de crecimiento económico asociado con actividades ilegales, oculta serios problemas de bienestar y de desarrollo humano.
Otro ejemplo donde el modelo privilegia el crecimiento sobre el bienestar lo podemos ver en nuestros nuevos hábitos alimenticios. A partir de 1993, hemos sido testigos de una rápida expansión de restaurantes de comida rápida en todo el país. Estos han pasado de 44 locales en 1996 a 557 en el 2017 (ESAN 2014, Mapcity 2017). Sin embargo, este boom de comida rápida tiene una faceta oscura. De acuerdo con la OPS (2018), el Perú es el país de América donde la obesidad infantil creció más rápido. A su vez expertos de la Facultad de Nutrición y Salud Pública de la Universidad de Sao Paulo (Brasil), señalaron que cada peruano en promedio consume 52 kilos de comida chatarra al año, lo que tendrá efectos muy graves en la salud pública en los próximos lustros. Otra investigación de la OMS (2015), indicó que el consumo de comida chatarra creció 260 % en la última década, ubicando al Perú como el caso más crítico en América Latina. Un modelo basado en el bienestar y el desarrollo humano privilegiaría la alimentación saludable, la ingesta de alimentos frescos, como frutas y verduras, algo que todavía no tenemos como política de Estado.
A manera de conclusión, la pandemia ha exhibido sin anestesia las enormes carencias y penurias de un modelo que privilegió el consumo y el crecimiento, en detrimento de determinantes sociales clave. Es el momento de apostar por un modelo que privilegie el bienestar y el desarrollo, poniendo en el centro de todo a las personas y su dignidad.
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Sobre el autor:
Alonso Cárdenas
Docente de la carrera de Ciencia Política de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya