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17 abril, 2019

[Artículo RPP] El ranking de SCIMAGO 2018 sobre investigación universitaria

Es momento de repensar los rankings ¿realmente tienen como finalidad mejorar la calidad de las universidades? O ¿es que acaso favorecen un sistema perverso que privilegia una “razón instrumental” que reduce al ser humano a su funcionalidad?

Los rankings universitarios se han convertido en un instrumento ineludible para medir la calidad de las instituciones. De este modo, figurar entre los primeros puestos del SIR IBER 2018 evidencia el esfuerzo de una pulcra gestión y la bendice con la multiplicación de sus réditos: fama y fortuna. Los rankings se elaboran sobre la base de la comparación de números; esto requiere, por lo tanto, que la realidad sea traducida en resultados y en cifras. Pero este instrumento no puede tomarse como una representación de la realidad. Hacerlo sería una grosera ingenuidad.

Pensar la realidad supone una durée, como suelen decir los franceses, un tiempo propicio por el que un proceso se deja madurar. De ser por los rankings ni Kant ni Gadamer hubieran aportado al saber. Sus obras fueron tardías, pero no podríamos dudar de la profundidad ni de la capacidad de innovación de las mismas. Lo que busco subrayar es que no todo es susceptible de medición y no todo produce resultados en términos numéricos. ¿No es tiempo de romper con el hechizo cabalístico por el que los rankings orientan nuestra mirada a valorar un ser humano productor de resultados?

Es hasta cierto punto demasiado tarde y estamos demasiado familiarizados con el consumo; ya nos hicieron parte de una máquina que no se interesa en nosotros, sino en nuestra capacidad para evacuar números. Nos extrañamos de corroborar que en el país haya corrupción y violencia, pero nadie quiere reconocer que la sociedad productora de números es precisamente la causa de sociedades rotas, fragmentarias y divididas. Nos sorprendemos cínicamente al ver cómo nos roban y no queremos reconocer que eso ocurre en gran parte porque estamos enseñándonos y educándonos sin poner el acento en donde debemos: la ética y la construcción de un proyecto compartido. Y no me digan que a los técnicos que hacen los rankings les apena siquiera por un momento el incendio de Notre Dame. Esta sensibilidad es otro orden; del orden de la capacidad para emocionarse con el saber que trasciende la numerología.

Contrariamente a lo pensamos, estos rankings no tienen como finalidad mejorar la calidad de las universidades, sino generar y obtener beneficios a partir de un servicio de marketing. Y lo argumento formulando algunas preguntas que nunca responden los expertos: ¿Cómo valorar un conocimiento como el de las ciencias humanas que no siempre se puede medir? ¿Cómo entender que no siempre debemos aumentar el conocimiento, sino sobre todo aprender a disfrutarlo? ¿Qué pasa cuando el pensamiento debe madurar para producir sobre todo sabiduría y no solo acumular datos? ¿Qué pasa cuando quizás no se envíen cohetes a la luna (como los norteamericanos), pero se es más feliz como en Finlandia? Pero, sobre todo, ¿qué pasa cuando los investigadores descubren el modo de corromper el sistema y se ponen como coautores de artículos que no son suyos o hacen componendas para citar a sus colegas y para que ellos les devuelvan el servicio? ¿Qué pasa cuando las instituciones compran investigaciones? Los expertos y las instituciones que hacen rankings, ¿no están al tanto de esta realidad o simplemente no les interesa porque necesitan conservar el statu quo? Y si es así, ¿al servicio de quién están? Estas preguntas se basan en denuncias que todos conocemos y que, sin embargo, parecen no importarle a nadie. No basta presentar una ficha técnica sobre el modo como se hizo el ranking; hace falta crear las condiciones para controlar las consecuencias nefastas de ponernos en carrera como si fuéramos potros salvajes. 

Los rankings favorecen un sistema perverso que privilegia una “razón instrumental” que reduce al ser humano a su funcionalidad; a este tipo de razón solo importa lo que se convierte en técnica, pero no podemos olvidar que la razón instrumental nos ha llevado a las peores calamidades de la historia en el siglo XX y no solo en el Perú.

 

Lea la columna del autor todos los martes en Rpp.pe

Sobre el autor:

Rafael Fernández Hart, SJ.

Docente principal de la Escuela de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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