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20 febrero, 2019

[Artículo RPP] Para disolver la violencia

Un nuevo caso de discriminación y violencia contra la mujer remece nuestra conciencia cívica y nos hace caer en la cuenta de cuán precarios son los derechos en nuestra nación. La violencia, en el Perú, es claramente un problema de salud social y de higiene pública. ¿Cómo solucionarlo?

¿Estamos acostumbrados a la violencia? Si es así, ¿en qué momento se convirtió en legítimo maltratar y denigrar al otro por el solo gusto de tiranizarlo? Lo cierto es que, en el Perú, estamos lejos de una vida social plenamente democrática. La agresión contra una vigía en una vía arequipeña quedó registrada en un video que rápidamente se propagó a través de las redes sociales. La viralización tuvo sus frutos. Todo indica, además, que las autoridades actuaron con celeridad (https://bit.ly/2ImHH7J). Las muestras de solidaridad cundieron tan pronto como toma dar dos clics y oprimir el botón compartir en los dispositivos móviles. Ayuda, sin duda, visibilizar ese tipo de situación violentas contra las mujeres, provengan desde donde provengan. Pero no son suficientes ni determinantes para resolver el problema de la violencia estructural, capaz de inmovilizarnos con su potencia inercial.

La violencia es un problema. ¿Cómo solucionarlo? Si asumimos que los casos de violencia son aislados y no tienen nada que ver uno con otro, quizá tengamos razón, pero no habremos avanzado nada, pues dejaríamos a cada caso entregado a su propia coyuntura: simplemente atomizaríamos cada problema y nos despreocuparíamos por buscar nexos y conexiones entre casos tan distantes como lo pueden ser los acaecidos en Arequipa, digamos, y San Pablo de Loreto. Podemos reducir el problema de la violencia a una cuestión de temperamento y carácter. Podemos incluso justificar las actitudes agresivas como formas o maneras de ser. Pero con ello no habremos avanzado un solo paso hacia la búsqueda de una solución. La violencia, en nuestro país, es claramente un problema de salud social y de higiene pública.

La violencia enferma. Enferma a quien la padece, sin duda. Y enferma también a quien se refugia en ella como un recurso inicuo para imponer su punto de vista, le asista o no la razón. La violencia engendra sentimientos hostiles y pesados que resquebrajan a la persona y la inhiben de desplegar sus mejores talentos y sus dones más nobles. Conversando se entiende la gente, dice la sabiduría popular, con mucha razón. Verbalizar ayuda a racionalizar. Pero hablar y escuchar no son habilidades plenas por el solo hecho de ser naturales: hace falta cultivarlas, moldearlas, modelarlas y desarrollarlas hasta su plenitud. ¿Cómo se logra ello? Cultivando e inculcando el diálogo. El diálogo genuino es todo lo opuesto a la violencia.

Quizá no estamos aprovechando los recursos que destinamos a la educación de la ciudadanía, preocupados como estamos por la capacitación técnico-productiva que deja de lado a la persona y la convierte en un mero operador mecánico, sustituible por otro en la cadena productiva. El humanismo en sus distintas versiones siempre nos recuerda que, en efecto, cada persona es única e irrepetible. Se trata de hacernos un lugar como personas para construir una sociedad justa, equitativa e igualitaria. Detrás de las funciones que ejercemos, por debajo de los uniformes que nos ponemos, siempre está la persona genuina que todos somos, a la espera de reconocernos en el otro y hacer el mundo más humano.

Lea la columna de la autora todos los miércoles en Rpp.pe

Sobre el autor:

Soledad Escalante

Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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