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18 octubre, 2022

[Artículo Ideele] Héctor Ponce: Elogio del error

Popper había contado que, a sus diecinueve años, las tres corrientes intelectuales que a su generación la mantuvieron en vilo fueron el psicoanálisis, el marxismo y la teoría de la relatividad, y descubrió que la teoría de Einstein era la única que se arriesgaba a ser refutada, exponiéndose a arrojar predicciones precisas que, de no ocurrir, minaban el edificio teórico, la cáscara retórica. Dijo, además, que las hipótesis confirmadas no eran sino conjeturas porque en las ciencias el conocimiento va retejiéndose, que la historia nos mostraba que los genios, a lo largo de los años, inventaban una nueva conjetura que involucraba nueva evidencia o nuevas interrogantes. Pero, pienso, lo más importante fue la reevaluación del error. Cometerlos no atentaba al quehacer de los científicos, sino, al revés, los errores eran fuentes de aprendizaje, y, por eso, Conjeturas y refutaciones, una de sus obras maduras, de 1963, en la que se definió como empirista, racionalista y liberal, está encabezada con un epígrafe que reza: «Todo nuestro problema reside en cometer los errores con la mayor rapidez posible». En aquella frase de Archibal Wheeler está encapsulada la idea central de Popper, que gracias al método del ensayo y del error podemos aprender y que la ciencia progresa cuando se confirman conjeturas audaces y cuando se critican conjeturas tradicionales.

Puso atención a la manera en que actúan los hombres de teoría, suelen refugiarse de tal modo que cubren sus ideas con un manto de lógica, esquivando las pruebas, la confirmación objetiva y, peor aún, desestimando las evidencias que los refutan. Popper se propuso la estrategia de demarcar entre el conocimiento valioso y su disfraz, entre las hipótesis verificables y su impostura. Las teorías científicas son precarias porque la curiosidad humana va calibrándolas mejor, contrastándolas con la realidad o reformulándolas con nuevas preguntas. Elogió el error como el núcleo del aprendizaje y del progreso en el conocimiento, pues sólo tropezándose, cayéndose, levantándose, una y otra vez, se aprende. El error y el acierto, la mayor parte de las veces, se hallan confundidos, y uno está detrás del otro.

Un rasgo básico, así, es la noción de contraejemplo, muy similar a la «experiencia negativa» formulada por Francis Bacon. Padre del empirismo, nacido en Londres, su vida transcurrió entre 1561 a 1626, y fue enemigo del empleo banal de la lógica[1]. Se equivocó, eso sí, al pensar que la inducción era la única senda que garantizaba la construcción de hipótesis en las ciencias naturales, pues, cuando se razona por inducción, no hay garantía de que se vayan a encontrar las teorías y leyes científicas. Me explico. No es que Popper haya creído que por medio de razonamientos deductivos fuesen a crearse teorías científicas, oleadas y sacramentadas; supo que el genio de Galileo, de Newton, de Einstein, creó hipótesis, además de estar inmersos en sus investigaciones empíricas, gracias al extraordinario poder de su imaginación. Claro que de inmediato otro rasgo los acompañó, el extraordinario interés por exponer sus hipótesis a la reacción del sistema solar, a la gravedad, al movimiento, con predicciones puntuales, cotejables, medibles. El tema de la inducción, su atractivo y su valor en la construcción de conocimiento es innegable, como, por ejemplo, ocurre con el detective John Douglas del FBI que revolucionó las técnicas de estudio de las mentes de los criminales en serie. Hombre de acción, incansable sabueso, especializado en el área de las ciencias del comportamiento, Douglas sabía identificar los patrones de conducta de aquellos que, cometiendo monstruosos crímenes, dejaban regados pistas y huellas repetidas. Douglas inventó la expresión serial killers mientras investigaba y entrevistaba y revisaba las escenas espeluznantes de los crímenes de tipos como El Hijo de Sam o Ed Kemper (un tipo de dos metros, ciento treinta y cinco kilos y un coeficiente intelectual de 145), y Douglas contribuyó en muchas otras pesquisas para anticipar la personalidad de asesinos y detenerlos, como ocurrió con el asesino de los niños de Atlanta. Pues, bien, Douglas piensa que el éxito de sus investigaciones -haber trazado, con acierto, el perfil de los criminales- se debe a que usó la inducción y dijo que su método era «observar elementos concretos de un crimen y extraer conclusiones más amplias a partir de ellos». Es desatinado cuestionar a un especialista, pero a lo largo del mismo libro, Douglas muestra que usó, además de la inducción, otras habilidades necesarias en su oficio. Cuenta las suspicaces entrevistas que realizó a los presos por homicidios («cualquier interrogatorio de tipo policial es una seducción»), y cuenta las distintas estrategias que usa al capturar a los sociópatas, como, por ejemplo, ponerse en el lugar del cazador, ponerse en el lugar de la víctima y saber preguntar por qué no estaba forzada el picaporte, por qué no se llevaron nada de valor. Al leer los horripilantes casos que Douglas investigó, uno percibe que, junto a la inducción, hubo también otras habilidades de comunicación, como crear la pregunta de si el agresor es organizado o desorganizado, que, junto a muchas otras técnicas, le llevaron a descubrir la triada ominosa del asesino en serie: controlar, manipular, dominar.

En sus afiladas investigaciones, sin embargo, Douglas no comenta la experiencia negativa, es decir, aquellos casos que refutarían sus perfiles. La expresión, acuñada por Francis Bacon siglos atrás, se refiere a la capacidad de detectar lo que se hace pasar por conocimiento, y ella es el corazón de la epistemología de Popper, cuyo objetivo es poner a prueba las predicciones y tratar a como dé lugar de refutar las hipótesis. Dicha experiencia negativa consiste en retener en la memoria las veces en que una expectativa y una predicción son incumplidas, mientras brujos y profetas, astrólogos y quirománticos buscan confirmar sus creencias, incluso les puede bastar ver un caso para sentir que sus ideas están verificadas, haciendo caso omiso de las noventainueve veces en la que desaciertan. Resulta, en cambio, que los científicos están atentos a sus errores, buscan más bien lo regular para así escapar del reino mágico de lo fortuito. Con ese espíritu, Richard Dawkins analizó la peregrinación anual que se hace a la virgen de Lourdes, al sur de Francia, preguntando cuál es la evidencia de los milagros suscitados por dicha virgen. Pues, según cifras oficiales, informó Liam Griffin, sacerdote católico e investigador de Lourdes, hay sesenta y seis milagros de gente curada de manera médica, confirmados por un destacamento de teólogos, y Dawkins hizo cuentas: al año peregrinan 80,000 personas al santuario de Lourdes, desde hace más de un siglo. Quiere decir que de 80 millones de peregrinos sólo han sido curados sesenta y seis.

Bacon plasmó la idea de la experiencia negativa con un formidable ejemplo, evocaba a Diógenes el Perro, a quien le acababan de mostrar, colgados de las paredes de un templo, unos cuadros votivos, devotos, donde habían retratado a la gente piadosa y salvada de un colosal naufragio, como prueba de la misericordia de los dioses. Después de observar con detenimiento los cuadros, Diógenes preguntó: ¿Y dónde están aquellos que, a pesar de sus oraciones, perecieron?

Desde 1919, Popper escribió libros de filosofía de la ciencia, que por su sintaxis entrecortada y por unos toscos bloques de conceptos, parecía haberlos redactado con los puños apretados; quería averiguar cómo trazar una frontera entre las teorías que pertenecen a las ciencias empíricas y las teorías pseudocientíficas. Le disgustaba muchísimo la dialéctica porque era lo suficientemente elástica para explicarlo todo y, en cambio, la teoría de la relatividad, aunque se trataba de una teoría harto especulativa, alejada de la base de las percepciones sensoriales, sí se arriesgaba a hacer predicciones medibles. Tiempo atrás, la inducción fue el criterio más consensuado de demarcación entre ciencia y otras disciplinas, pero David Hume había arremetido, mostrando que con ella el conocimiento adquiría problemas de justificación. Fue entonces que Popper propuso, en 1963, que las buenas teorías científicas son refutables. Es decir, deben ser sometidas a cuestionarios empíricos, y, para el año de 1972, inspirado en la teoría de la evolución de Darwin, fue matizando su implacable falsacionismo, incluso el estilo de sus escritos sobre ciencia cobró menos rigidez y formuló la idea de que las teorías científicas, mientras van resolviendo problemas, se vuelven verosímiles, adaptándose a la realidad.

En sus inicios Popper menospreciaba las corroboraciones porque no aportaban conocimientos nuevos, pero, tiempo después, aceptó que una hipótesis confirmada contribuía muchísimo más que una hipótesis por comprobar. Antes le aburrían las hipótesis ya confirmadas y se entusiasmaba por las nuevas, pero, con el paso de los años, aprendió a ver el poderoso papel de las hipótesis que contaban con mayor credibilidad. Eso sí, el huracán de energía que fue jamás cesó de combatir las doctrinas pseudocientíficas. Particularmente, advertía, en el mundo libresco, académico, universitario, acerca de los sistemas cerrados, o sea, indicaba el grave problema de suscribir construcciones teóricas cuyos andamiajes son simple humo.

Finalmente, a lo largo de sus ensayos, una forma en que podemos redondear sus ideas epistemológicas es que la ciencia avanza cuando se confirman conjeturas audaces o cuando se falsean teorías prudentes. Las reflexiones de Popper conciben a las ciencias bajo una lluvia de ácido sulfúrico, sin posibilidad de guarecerse, de que se les exijan pruebas, evidencias, y que respondan a las críticas, a los experimentos, y que estén dispuestas a competir con las nuevas teorías que siguen inventándose, además de considerarlas como redes que pescan el mundo. Para él las teorías científicas poseían el carácter de hipótesis, porque el conocimiento humano es falible y perfectible, aunque sí se puede establecer si una hipótesis es o no superior a la antigua; y, si bien una clave era el experimento crítico, no tuvo problema en destacar que el progreso científico no obraba de manera enciclopédica, acumulando información, sino, más bien, de un modo insólito. Su epistemología, así, alienta la cultura de la crítica y de la evidencia que va perfeccionándose, de imaginar mejores hipótesis explicativas, y todo esto de la mano con su teoría política, con uno de los valores que orientan a las democracias liberales: la tolerancia. Porque si los científicos, si los intelectuales, si los ciudadanos exponen sus ideas al ensayo y error, a la prueba con la realidad y ver si van en el error, o por un camino acertado, o si las hipótesis pueden echar raíces en el mundo, todo eso otorga cierta madurez, la necesaria para encarar las críticas, y cuando obramos así, podemos salir un poco de las tinieblas del dogma, de la superstición, de los charlatanes.

Por fortuna, una vez que, en La sociedad abierta y en adelante, Popper dejó de quedar atrapado en auditorios de especialistas, su prosa comenzó a rezumar, ahora sí, claridad, sin perder nunca el fondo del asunto, y pudo trasmitir una convicción suya, a saber, que, si bien la filosofía no se reduce a la ciencia, la ciencia es uno de sus mejores frutos. Y una teoría que no se materializa en un quehacer práctico es sencillamente una farsa: si no es capaz de predecir, transformar u ordenar nuestro mundo circundante, no es una auténtica teoría.

[1] «La lógica en uso es más propia para conservar y perpetuar los errores que se dan en las nociones vulgares que para descubrir la verdad: de modo que es más perjudicial que útil». Francis Bacon. Novum organum. Traducción de Cristobal Litrán. Madrid: Sarpe, 1984 [1620], 1.12, p. 34.

Artículo Publicado en Revista Ideele N°306

 

Sobre el autor:

Héctor Ponce

Historiador de ideas. Docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM).

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