¿Por qué pensar en alta voz sobre el valor de la teoría en nuestro país? Porque se hace muy poco. Y, cuando se hace, se la asume como algo inferior, superfluo y, acaso, extravagante. Como si se tratase de un adorno inútil del que se puede prescindir para pasar al asunto principal, el de las “cosas concretas”. Este prejuicio empobrece las perspectivas de análisis y de interpretación de la realidad, ocasionando serias distorsiones en el ámbito práctico. Por desgracia, el desprecio por la teoría (y en general, por el conocimiento) constituye un fenómeno propio de nuestra época. Por esta razón invitamos a reflexionar en serio sobre la naturaleza y la significación de la actividad teórica a fin de construir espacios más amplios y plurales para la comprensión de este grave problema.
Aunque parezca paradójico para unos y extraño para otros, pocas cosas son más concretas y necesarias para el mundo del saber que una teoría [1]. Pues, gracias a ella, desde diversas disciplinas, podemos organizar el conocimiento de los hechos, de los fenómenos y de los procesos, tanto de naturaleza como de la producción humana. Sin el anclaje teórico, la indagación vagabundea, se torna difusa y el ocasional saber se erige sobre opiniones asumidas sin mayor criterio y escrutinio. De modo que, si aterrizamos en la teoría, en alguna teoría, podemos construir un saber fundado en la reflexión seria o en la observación pensada y, por lo tanto, sujeto al necesario cuestionamiento.
Detrás de la construcción de una teoría ubicamos, entre otras cosas, el esfuerzo intelectual de innumerables pensadores y científicos quienes, desde el debate, la lectura o la experiencia cavilada desde un método, fueron forjando aquel conjunto de ideas nucleares que permiten el descubriendo de nuevos saberes. Como es una labor invisible a los ojos de muchos, se suele presentar a la formulación teórica como algo alejado a los problemas de la vida cotidiana. Se cree, con poco fundamento, que la teorización es una divagación ampulosa incapaz de ejercer un impacto concreto sobre el mundo.
Sin embargo, esto no es así. Debido a que las teorías, al forjarse inicialmente en dialogo con la realidad, vuelven a ella para incidir sobre ésta de diversas maneras. Por ejemplo, gracias a que Adam Smith observó el comportamiento de los agentes económicos de su época, pudo establecer una primera explicación sobre cómo se generaba y se distribuía la riqueza en determinados contextos. Su teoría de la “mano invisible” permitió establecer un conjunto de conocimientos parciales y limitados que explicaban ciertos procesos del ámbito económico. Pero, como la naturaleza de una teoría es inconclusa, fue enriquecida por los aportes de Karl Menger (teoría de la utilidad marginal) y, en el largo plazo, por los de von Mises (teoría praxeológica del valor). Asimismo, desde otra concepción del mundo, Jean Jacques Rousseau teorizó de manera muy general sobre el origen de las desigualdades sociales (posesión de propiedad y de poder político). Esto le permitió a Marx, un siglo después, establecer la relación entre intereses de clase social e ideología y, a largo plazo, a Adam Schaff establecer el vínculo entre intereses ideológicos y praxis comunicativa.
Ambos ejemplos de evolución teórica evidencian dos cosas. Por un lado, el contacto con el mundo de los hechos por parte de pensadores y científicos. Y, por el otro, el conocimiento que los mismos pensadores y científicos tienen de la obra de sus predecesores o de contemporáneos. En este último caso se suelen producir debates emblemáticos como el de John Keynes y Friedrich von Hayek sobre el papel de la intervención estatal en la economía o el Thomas S. Kuhn y Karl R. Popper sobre el estatuto de la ciencia. Todo lo cual evidencia que el mundo de la discusión teórica es extraordinariamente vital y abierto a experimentar cambios importantes. Así, el carácter inacabado de las teorías son la demostración de que el conocimiento puede evolucionar sin cesar dentro de la exuberante variedad de matices presentes en la vida intelectual.
Se podría realizar una lista amplia y compleja de líneas teóricas convergentes y divergentes como las que hemos intentado describir en pocas palabras. Pero no se trata de ello. Más bien, con este ejercicio narrativo, hemos querido llamar la atención de algo fundamental. El ejercicio teórico está abierto al mundo concreto y, simultáneamente, es plural. Esta pluralidad se presenta como una invitación a enriquecer nuestros propios referentes teóricos y, también, a cuestionarlos, sobre todo si nos encontramos en el mundo académico.
En evidente que la tentación ideológica desmesurada y la ignorancia teórica sean causas de determinadas posiciones académicas que se asumen sin mayor escrutinio crítico. Aquellos que confunden teoría con ideología suelen absolutizar sus preferencias metodológicas cayendo en uno de los mayores males que aquejan al ámbito académico: el reduccionismo. Así, el producto de sus investigaciones suele buscar un efecto catequético y no despertar la búsqueda del conocimiento objetivo. Asimismo, los que no han transitado por los territorios teóricos suelen repetir los que otros han afirmado sin realizar el mayor examen cuestionador y sin medir ni evaluar la consistencia de esas nociones.
En ambos casos se suele despreciar de manera directa o soterrada el ejercicio teórico. Los primeros, porque ven peligrar sus dogmas si se acercan a otras teorizaciones. Los segundos, porque no han tenido la oportunidad intelectual de conocer los mundos teóricos. La dogmática ideológica reduccionista y la osadía del desconocimiento teórico, pueden ser enormemente perjudiciales cuando inciden en políticas públicas e institucionales, generando mayor malestar que bienestar. Por ello, aterrizar en las teorías es ingresar al mundo del debate, del dialogo sobre los fundamentos y, a la larga, alcanzar una perspectiva del mundo y de la sociedad mucho más certera y justa.
Lo que describimos aquí como “teoría” es un sistema de ideas que se propone construir una visión esclarecedora de las diversas formas en las que experimentamos las cosas en el mundo. Nos enfrentamos a las cosas, lidiamos con ellas, actuando juntos en un mundo significativo. “El “mundo” es, al mismo tiempo”, asevera Heidegger, “suelo y escenario y, como tal, forma parte del ir y venir cotidiano” [2]. Actuamos y nos movemos en el mundo; él es el trasfondo que subyace a todas nuestras interacciones y actividades cotidianas.
En un enfoque fenomenológico, la corporeidad y el lenguaje son nuestros canales de contacto con las cosas en nuestro mundo circundante. Percibimos las cosas y las manejamos descubriendo su textura, así como su lugar en el espacio de nuestras actividades. Damos cuenta del sentido de las cosas ante otros a través del uso de las diversas formas de expresión presentes en la práctica del habla, pero en general en cualquier modo de comunicación e interacción simbólica [3]; de hecho, nos remite a una comunidad lingüística. El cuerpo y el lenguaje son manifestaciones de nuestra condición de seres encarnados en el mundo común.
Tenemos experiencia de las cosas de cara a un campo perceptivo; asimismo, nos comunicamos de cara a un campo semántico que nos remite a un marco de interpretaciones e interrogantes sobre aquello que nos importa y que tiene potencialmente significado para nuestras vidas. Este horizonte sirve de trasfondo al discernimiento de las coordenadas que orientan nuestras acciones en el espacio y el tiempo de los asuntos humanos. “Significativo” /” trivial”; “verdadero” / “falso”; “elevado” / “bajo”; “genuino” / “inauténtico”; “plausible” / “controvertido”, etcétera, constituyen distinciones útiles para movernos en los escenarios de la acción [4]. Por supuesto, podemos someter a crítica nuestros horizontes a partir de un proceso de reflexión, más no podemos cuestionarlo “en bloque”, dado que no se trata de un “objeto” más del mundo. Vamos examinándolo progresivamente, desvelando cada uno de sus planos y aspectos. Este marco hermenéutico constituye el “mapa” que permite en principio conducirnos en el terreno práctico.
El ejercicio de la teoría consiste precisamente en el escrutinio racional de nuestras coordenadas orientativas, así como el examen progresivo de cada uno de los aspectos de los horizontes que les subyacen. A menudo, el sentido de estas coordenadas es dado por sentado, de modo que su validez es considerada obvia. La reflexión crítica se propone “sacar a la luz” las razones que sostienen estas coordenadas, o pone en evidencia la ausencia de tales razones. En uno u otro caso, el examen problematiza el sentido de tales coordenadas. Pasamos de la presuposición –propia de la “actitud natural” frente a las cosas y frente a nuestras creencias- a la actitud filosófica que pone en cuestión nuestras intuiciones habituales sobre cómo está organizada nuestra realidad cotidiana. La teoría permite desarrollar una visión más perspicaz sobre aquellas pautas que sirven de guía a la acción.
La actitud que se propone osificar nuestras presuposiciones con el cuestionable objetivo de convertirlas en inmunes a la crítica rechaza la teoría porque esta socava su carácter dogmático. Quienes protegen los esquemas de orientación del escrutinio racional transforman estos esquemas en mera ideología. Han logrado que sus coordenadas significativas sean exclusivamente el reflejo de sus pre-juicios e intereses particulares. Los promotores de ideologías evaden el proceso de interpelación propio del trabajo intelectual porque este desarticula el sentimiento de seguridad y de control que experimenta quien concibe dogmáticamente la relación del sujeto con su sistema de creencias. En contraste, quienes han asumido un compromiso expreso con el ejercicio de la teoría conciben el cuidado de la reflexión como una héxis, es decir, como un genuino modo de vivir.
“En efecto, si digo que me es imposible quedarme quieto porque esto es desobedecer al dios, no los convenceré, como si estuviera fingiendo. Ahora, si digo que el supremo bien para un hombre viene a ser hablar a diario acerca (de los modos de) perfección, y las demás cosas acerca de las cuales me oyen dialogar cuando me examino a mí mismo y a otros; y si (añado) que una vida carente de examen no es vida digna para un hombre, mucho menos los convenceré al decir tales cosas” [5].
Quien así se expresa es Sócrates –en la Apología de Platón-; el filósofo ateniense formula estos argumentos cuando intentaba defenderse del tribunal que terminaría condenándolo por erosionar los “sentidos comunes” que muchos ciudadanos no se atrevían a poner en cuestión por pereza o por temor. La búsqueda de la verdad constituye un bien que el hombre que ama el saber no puede eludir. Se trata de una invitación a la teoría, la persecución de una mirada lúcida y esclarecedora de nuestras suposiciones y creencias. La investigación crítica nos pone en riesgo frente al encono de quienes no consienten en poner en cuestión sus convicciones cotidianas, pero nos permite cultivar una forma de libertad, aquella disposición ética e intelectual que no retrocede ante el dogmatismo y el ansia de seguridades, sino que se compromete con el ejercicio de la reflexión y con el anhelo de verdad.
Artículo publicado en la Revista Ideele 03/05/22
[1] En un sentido similar, el teólogo Gustavo Gutiérrez solía decir que no había nada más práctico que una buena teoría.
[2] Heidegger, Martin Ser y Tiempo Santiago, Escuela de Filosofía Universidad ARCIS 1997 p. 373.
[3] Véase al respecto Taylor, Charles Animal de lenguaje Madrid, Rialp 2018.
[4] Cfr. Sobre este punto la discusión planteada en Gamio, Gonzalo “Finitud y sentido de trascendencia” en: Páginas Nº 259 (set. 2020) pp. 46-54.
[5] Platón, Apología 38ª.
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Filósofo. Profesor en la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM) y en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) Autor del libro Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre derechos humanos y justicia transicional, y recientemente de El experimento democrático, reflexiones sobre teoría política y ética cívica.