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2 octubre, 2023

[Artículo Ideele] Ricardo L. Falla Carrillo: Estado, mercado y apatía

Los interesados por los asuntos públicos se suelen lamentar de que un amplio sector de la población se distancie, por intervalos de tiempo más o menos prolongados, de los temas políticos. Consideran que tal alejamiento es el que permite que determinados grupos de poder se enquisten en las estructuras de gobierno y actúen en función de propios beneficios, alentando las diversas formas de corrupción o de autoritarismo, pues desaparece gran parte de la anhelada vigilancia ciudadana. Este cuestionamiento a las actitudes de una mayoría tiene sentido en la medida que se asume que la ciudadanía debe estar en condiciones ético-cívicas para participar y deliberar en las diversas interacciones políticas y sociales. Sin embargo, a pesar de esta razonable crítica, no debemos olvidar que el interés personal por lo político solo es posible si se descubre su relevancia.

Por ello, antes de pensar lo político, antes de darse cuenta de que el mundo político es el ámbito en donde confluyen acciones e ideas -para organizar el “arte de lo posible”-, lo político se siente y vive desde adentro. Sin este sentir fundamental, la política no llega a ser relevante y, por lo tanto, los puentes que unen los asuntos públicos con los conceptos que le dan sentido, no logran constituirse. Así, la autoexclusión doméstica se explica, en parte, porque en determinadas mentes no se han dado las condiciones afectivas e intelectuales para un despertar político, que implica, entre otras cosas, vivir la política y aprender a pensar lo social desde ella.

Estado, burocracia y apatía

La democracia tal como se ha asumido en su manifestación moderna, es una forma de gobierno relativamente joven considerando mayores escalas temporales. Pues los sistemas políticos de fundamento religioso han sido largamente predominantes a lo largo de las historias de todos los pueblos, manteniéndose hasta el siglo XIX, incluso, el XX. En términos ideales, el ciudadano moderno estaba llamado a sustituir al súbdito-feligrés, y a ser parte de una “república de iguales”, amparado por un estado surgido del contrato social. En la medida que el estado moderno secular sustituyó al estado monárquico religioso, empezó a erigirse una estructura gubernamental que garantice el funcionamiento social, económico y jurídico de las sociedades laicas que surgieron de los reinos religiosos. A lo largo del siglo XIX, las instituciones religiosas fueron reemplazadas por instituciones seculares, con mayor o menor éxito y velocidad. Asimismo, el devenir de la “república de los iguales” se experimentó de manera particular, según la historia política y económica de cada entidad sociocultural. Sin embargo, a pesar de las diferencias de este proceso, el poder del estado secular y su maquinaria de control social fue haciéndose más evidente. De igual modo, las burocracias monárquicas fueron sustituidas, lentamente, por una clase gubernamental, igualmente burocrática, vinculada a intereses de diverso tipo.

De manera casi profética, Alexis de Tocqueville (1996), reflexionando a partir de una serie de observaciones sociopolíticas, realizadas en su célebre “La democracia en América” (1840), consideró que el Estado democrático podría crear las condiciones para un nuevo tipo de despotismo, que, a su juicio, iba a ser el más peligroso. Pues se basaría sobre el principio de sumisión jerárquica a reglas abstractas y despersonalizadas, obligadas a ser cumplidas por una enorme red de funcionarios de mayor o menor poder e importancia. La democracia asistía a su primera gran paradoja: la ansiada “república de ciudadanos libre e iguales” podría devenir en nuevas formas de tiranía.

Una vez que alguna agrupación social, sea cual este sea, controla el poder político de forma progresiva, monopólica y dominante, vastos sectores de la sociedad emprenderían una fuga hacia la vida doméstica. Escribe Tocqueville, “Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana; se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria” (p.633). Lo que Tocqueville observó con agudeza, es que el Estado puede terminar devorando a la democracia en nombre de ella. Proceso de engulle en el que una extensa y laberíntica maquinaria estatal va a absorbiendo los espacios de autonomía particular en nombre del bien común. El resultado de este proceso es el distanciamiento que cada vez más gente experimenta en la medida que observa que el Estado es algo ajeno y distante.

Si Tocqueville reflexionó sobre el posible devenir del Estado moderno hacia la tercera década del siglo XIX, Max Weber, en “Economía y Sociedad” (1922),tuvo la posibilidad de observar de qué manera la racionalidad científica había incrementado el poder del Estado (y del gobierno que lo dirige). Y de qué forma una nueva clase administrativa había tomado el control eficiente del inmenso aparato estatal. Esa “máquina inerte” estatal (2002), según Weber, es la que forjaría la “servidumbre del futuro”, en donde la burocracia asume un control mayor sobre los más diversos aspectos de la vida social, cuyo resultado final es el desencanto y, por qué no, la apatía. En efecto, la estructura estatal va regimentando con mayor especificidad la vida social, arrebatándoles iniciativas a las asociaciones particulares e individuales. Así, mientras mayor es el control burocrático normativo, menor es involucramiento de los sujetos con la dimensión pública. El Estado, sin proponérselo, conduce a una servidumbre sustentada en la desidia.

A partir del esquema explicativo weberiano, se podría creer que este devenir es propio de los estados socialistas unipartidarios, como cierta crítica liberal advierte. Sin embargo, las democracias representativas también pueden experimentar los efectos de que el Estado adquiera cada vez más prerrogativas de control administrativo sobre las instituciones particulares. En efecto, en la medida que las sociedades son cada vez más heterogéneas, adquieren un mayor nivel de complejidad. Bajo determinadas orientaciones políticas, el Estado asume mayores controles gubernamentales, en la medida que se multiplican los procesos derivados de las interacciones sociales, culturales y económicas. Como una consecuencia no deliberada, la creciente administración de la vida, incluso a niveles atómicos, coopera en el desinterés por lo político. Así, mientras más oficinas estatales se crean, se dividen y se subdividen, mayor es la confusión que se genera para el ciudadano “de a pie”. A más nombres de funciones y funcionarios, menor es la capacidad de conducirse en la estructura de los gobiernos.  A esto se suma la inmensa cantidad de normas y reglamentos que crea sin cesar la maquinaria estatal, haciendo que la distancia entre Estado y ciudadanía sea inconmensurable.

Mercado y apatía

El mercado, como señaló Von Hayek (1945), es un vasto sistema de información, pues permite conocer cómo se forman los precios y, a partir de ellos, tomar decisiones económicas adecuadas, con un menor nivel de incertidumbre. Sin embargo, esta certera condición tiene solo lugar en la dimensión económica de la vida humana. Pues, como sabemos, hay muchos otros ámbitos que están más allá de la economía, como el ámbito social, el moral y, ciertamente, el político. De ahí que un error frecuente ha sido extrapolar lo que bien funciona en el mercado al ámbito de las relaciones humanas.

Los vínculos humanos poseen dinámicas que superan el ámbito de la producción y del consumo, pues están formados por relaciones afectivas, morales, religiosas y, ciertamente políticas, que evidencian fines diferentes a los económicos. Sin embargo, en la medida que el reduccionismo economicista fue ganando espacio en los vínculos humanos, las nociones del mercado penetraron en la concepción de lo político. La política se convierte en un producto destinado a un tipo de consumidor, desarrollándose estrategias de seducción en pos de un “público objetivo”: los votantes o simpatizantes. Las relaciones comerciales son utilitarias y temporales. Es decir, funcionan un tiempo en la medida que satisfacen una necesidad o calman alguna ansiedad cosificada. Sin embargo, una vez que saturan o no colman las expectativas del consumidor, son desechadas. El ciudadano, convertido en consumidor político, está en búsqueda de un producto que lo represente ante el mundo público. Pero como la conexión es emocional y no conceptual, se diluye de tiempo en tiempo.

La política mercantilizada es la que ha llevado a un paulatino declive a la política pensada. En efecto, cuando el ciudadano es solo un consumidor de emociones públicas no está llamado a un tener un saber estructurado de sus convicciones. De ahí que podamos encontrarnos con muchas personas que se asumen “socialistas”, “liberales” o “conservadoras”, pero que no tienen mayores nociones de la filosofía política que está detrás de estos términos. Asimismo, este desinterés masivo por la función intelectual de la política ha llevado que a cada vez más personas carezcan de los criterios básicos para conducirse en el mundo político y entender su magnitud. A esto habría que añadir que la vulnerabilidad social de muchas personas, sobre todo en países como el Perú, hace que éstas centren su interés cognitivo en resolver cuestiones vitales. No es de extrañarnos que la fijación por la sobrevivencia distancie a amplios grupos de ciudadanos de las experiencias orgánicas de lo político.  En ese sentido, la política se manifiesta (para ciertas mentes) como un asunto, aún, más alejado del sentido cotidiano.

Sabemos que la política pensada siempre ha sido el foco de interés de un grupo relativamente pequeño. Sin embargo, el armazón moral comunitario de las sociedades le daba a la mayoría de sujetos algunas nociones para relacionarse con lo público de forma intuitiva. Pero al atomizarse los criterios morales, en medio de una evidente sensorialización de las costumbres, las ideas mínimas para entender lo que acontece en el ethos público son casi inexistentes. La simplificación de lo complejo a frases efectistas y populistas son el reflejo de ello.  Así, una consecuencia no deliberada del reduccionismo de mercado es haber colaborado a un empobrecimiento de la política pensada, convirtiéndola en un asunto de sensaciones comerciales temporales, todo ello en medio de un contexto de atomización de la moral.  La apatía política, ocasionada por los efectos sociales de determinadas prácticas de mercado, se evidencia en la sensación de vacío que genera la recurrencia estandarizada de los productos electorales. Ya nada o casi nada llama la atención.

¿Estado y mercado contra la política?

Más allá del “deber ser”, tanto el Estado como el mercado tienen efectos sobre la manera de cómo los ciudadanos se relacionan con la política. El Estado moderno burocratizado – eficiente o ineficiente-, tiende a sustraerle responsabilidades a los sujetos, a expandir sus prerrogativas sobre las instituciones particulares y a convertirse en una estructura maquinal de control social e institucional, que les quita impulso creativo a las personas y reduce los espacios de autonomía individual. Pero también es evidente que el Estado cumple una función central en el mantenimiento del orden integral y en la dación de servicios sociales fundamentales a fin de reducir las desigualdades. He ahí la paradoja del Estado: es necesario, pero también puede ser muy peligroso. Asimismo, sabemos que la economía de mercado, con mayor o menor libertad, permite una asignación de recursos más eficiente, pues es un vasto sistema de formación e información de precios, que permite tomar decisiones económicas adecuadas. Pero también es claro que si la precisa lógica de la economía de mercado invade el espacio social y político, ocasiona enormes desequilibrios, convirtiendo los objetivos de vida en mercancías y las aspiraciones electorales en productos de consumo. El mercado es importante y necesario, pero puede ser peligroso si se le universaliza a todos los ámbitos humanos.

Sin ser una consecuencia deliberada, el Estado (o la forma cómo el Estado se ha ido construyendo) le ha sustraído al ciudadano una parte importante de su potestad política y, con ello, ha colaborado a una creciente dejadez por los intereses comunes, que incluyen, también, la conciencia histórica y la formación del conocimiento. De igual forma, la lógica mercantil, al invadir la política, ha horadado su vínculo con las ideas, y la ha trivializado convirtiéndola en un objeto de consumo. En ese sentido, la relación entre mercado y neopopulismo es algo que se debería considerar con mayor detenimiento.

Para explicar una parte del creciente desinterés por lo público, debemos considerar de que forma el Estado y el mercado, en sus devenires actuales, han colaborado sincrónicamente en la expansión de la apatía política. En evidente que, a muchos ciudadanos conscientes e ilustrados, a intelectuales de lo político y a un sector de la sociedad civil más activa, les preocupa el distanciamiento sobre los asuntos públicos de la “mayoría silenciosa”. Sin embargo, a fin de elaborar explicaciones sobre determinados fenómenos, creemos que sería importante investigar hasta qué punto el Estado peruano y la forma local de economía de mercado, no fomentan un interés más consolidado por lo político. E incluso, avivan las estrategias del distanciamiento y, a la postre, de la apatía. Como siempre, debemos seguir pensando.

Artículo Publicado en Revista Ideele N° 310

Sobre el autor:

Ricardo L. Falla Carrillo

Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM

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