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28 junio, 2022

[Artículo RPP] Soledad Escalante: ¿Y si fuéramos eternos?

Al afrontar el ser humano o el individuo su mortalidad, inevitablemente se apertura una insondable inquietud, pero al mismo tiempo, el histórico intento de buscar vincular lo infinito con lo finito. Búsqueda que ha signado lo más humano del pensamiento.

En los tiempos homéricos, cuando en la guerra de Troya, la muerte alcanzaba a los bravos guerreros convirtiéndolos en cuerpos sin nombre. En el memorable diálogo platónico, La apología de Sócrates, se indica que morir, es como un dormir sin soñar, un dormir sin imágenes. El trágico pensamiento griego, al mudar del mito al logos, al parecer sustituye el miedo al ya no vivir por su reflexiva interpretación. Quizá, el desconcierto por ya no saber cuál será la continuidad inmediata del propio deceso generaría la solemnidad de la religión. Contraste usted, asiduo lector, el pavor del bello Aquiles que, al encontrarse en medio de las sombras del Hades, prefiere antes ser un esclavo entre los vivos, con los últimos segundos de la regia Livia Drusila, quien, antes de su último estertor y tendida en su lecho, ruega al próximo emperador ser convertida en Diosa, aquello durante los días del Siglo de Augusto.

Aunque podríamos hacer una puntual diferenciación: el acto de morir y la constatación de la mortalidad. Ambos implican al individuo. Mientras que, la concepción de la muerte es lo cultural e implica a la colectividad, y ha estado presente desde los albores de la historia. La constatación de la mortalidad hoy puede apoyarse en lo cultural de la muerte, sin embargo, hubo un momento en el tiempo de la historia en la cual aún no existía esa “consolación”. Aunque, en este punto, quizá nos adentramos en una “hondura metafísica” si buscamos desentrañar esta experiencia de la mortandad durante los tempranos días de la hominización: ¿Qué sintió el primer homo al ver a su par tendido en el suelo?

La constatación, pues, individual, de la mortalidad podría separarse de lo cultural. Y al hacerlo, el individuo se enfrenta a un hecho inexorable: la percepción del mundo a través de los sentidos concluye. Resta, quizá, indagar qué sucede con el acto de pensar. Se divulga la idea de que la “conciencia” seguiría viva, que el “alma” reencarna, que se transita hacia un estadio distinto de la vida, que la muerte es continuidad. Tal vez, la pretérita civilización egipcia desarrolló más fructíferamente esta idea, lo cual explicaría el cuidado en el embalsamamiento de los cuerpos. Aunque, esto sería parte de la misma consolación cultural de la muerte.

Así, el ser finito de la humanidad si bien es un hecho inexorable, no deja de aperplejar al individuo. Y entonces, éste, “crea” el concepto de eternidad. Pero la eternidad está estrechamente vinculado al concepto de lo divino. Por lo cual consideramos importante advertir el momento de la historia en el cual los dioses del politeísmo dejan de ser referidos para dar lugar al crisol del cristianismo. La vida eterna signó a los primeros cristianos. Por ejemplo, la historiografía registra la lapidación de Esteban, la decapitación de Justino, los martirios de Lyon. La consternación del acto individual de morir, aquí, está envuelto en la consolación de la fe. Aunque también, ante la pronta muerte se encontraría en los textos bíblicos la consolación de una larga vida para los hombres santos. Adán, al morir, contaba novecientos treinta años; Set, novecientos doce años; Lamec, setecientos setenta y siete años, Matusalén, novecientos sesenta y nueve (ref. Génesis 5, 1-32).

Es decir, al afrontar el ser humano o el individuo su mortalidad, inevitablemente se apertura una insondable inquietud, pero al mismo tiempo, el histórico intento de buscar vincular lo infinito con lo finito. Búsqueda que ha signado lo más humano del pensamiento.

Lea la columna de la autora todos los miércoles en Rpp.pe

Sobre el autor:

Soledad Escalante

Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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